(Siglo XI)
Fernando IV, rey de Castilla y León, tuvo un corto reinado
que transcurrió entre constantes controversias y conjuras.
Cuando cumplió diez años vio cómo moría su padre, el rey
Sancho IV el Bravo, y a partir de aquel momento hasta que
alcanzó la mayoría de edad en el año 1301 todo fueron
obstáculos. Durante su reinado sus acciones tuvieron siempre un
mismo talante: el de la mezquindad.
Por esta razón no es de extrañar que fueran muy numerosos
los enemigos que se procuró, lo que afectó de manera gradual a
su salud. Aquejado de hemoptisis -expectoración de sangre
proveniente de la tráquea, los bronquios o los pulmones- esta
enfermedad le provocaba un mal humor feroz que obnubilaba
cualquier razonamiento sensato. Siempre tenía en su pensamiento
destruir a todos sus enemigos por medio de conjuras y de falsas
acusaciones. Entre sus más destacados enemigos se encontraban
Juan y Pedro Alfonso de Carvajal a quienes decidió eliminar, y
envió a Juan Alfonso de Benavides, uno de sus favoritos reales,
para que les asesinara. Después él mismo pensaba encargarse de
realizar justicia traicionando y condenando a muerte a su propio
favorito.
Pero el favorito erró y fueron los caballeros quienes
"en defensa propia" eliminaron al favorito real. Este
hecho no tardó en llegar a los oídos del rey quien
inmediatamente les acusó de asesinar a un miembro de la corte
real y de conspiración contra el rey de Castilla y León. Ni
corto ni perezoso ordenó su arresto. Dos días después fueron
detenidos en la Feria vallisoletana de Medina del Campo mientras
adquirían arreos y jaeces para sus corceles.
Durante los días siguientes fueron humillados y vejados y el
rey tuvo una de sus expectoraciones sanguinolentas que, para su
desgracia, le obligó a un obligado retiro en la ciudad de Jaén.
Durante este abceso de mal humor ordenó que fueran llevados a su
presencia los "asesinos" de su favorito. El juicio se
inició con la reiterada petición de inocencia por parte de
ambos hermanos que juraban y perjuraban que en ningún momento
habían asesinado a sangre fría al favorito real sino que lo que
en realidad sucedió fue que se defendieron del ataque por la
espalda que éste les ingligió. Pero como la intención de
Fernando IV, desde el principio, era deshacerse de dos de sus
más encarnizados enemigos, de nada sirvieron las promesas, los
juramentos o las razones: les condenó a ser trasladados hasta el
cercano castillo de Martos, donde debían ser encerrados en una
jaula de hierro para más tarde ser arrojados al al vacío desde
la almena más alta.
Muchos de los partidarios de don Juan y Pedro Alfonso de
Carvajal suplicaron al rey para que les condonara la pena
alegando que si en realidad hubieran realizado tamaña felonía
no habrían ido tranquilamente a comprar arreos para sus
caballerizas a una feria tan concurrida e importante como la de
Medina del Campo, ya que lo lógico hubiera sido huir o bien
refugiarse hasta que pasara la tormenta. Pero el rey, obcecado
por su odio y por su hemoptisis, hizo caso omiso de sus ruegos.
La mañana del 7 de agosto de 1311, el rey se presentó en el
castillo de Martos para hacer cumplir la cruel sentencia. La
jaula fue alzada sobre la torre más occidental del castillo,
justamente la que daba a un terrible precipicio, y Fernando IV,
antes de que fueran ejecutados y en un arranque de generosidad,
decidió concederles una "gracia": darles la opción de
expresar su última voluntad. Ambos hermanos les respondieron de
la misma forma:
"Ante Dios, don Fernando, probaremos nuestra inocencia y
lo execrable de vuestra justicia. Él, con su poder supremo,
hará que acudáis a su juicio, ante una justicia suprema e
inapelable, para responder de vuestra menguada justicia terrena.
Desde aquí os emplazamos para que en el breve plazo de un mes
comparezcáis ante el Todopoderoso. Mientras llega ese ansiado
momento, sólo podréis vomitar sangre".
Al oir aquéllo Fernando IV rió a carcajadas, a pesar del
dolor que le producía realizar cualquier tipo de esfuerzo
físico. Pero en el mismo momento en que dio la orden y la jaula
precipitada al vacío se estrelló de forma violenta contra las
rocas, el rey expectoró sangre en abundancia.
El tiempo pasó y la enfermedad del monarca no remitía.
Mientras, algunos lugareños, junto a los partidarios de los
desafortunados Juan y Pedro Alfonso de Carvajal, contruyeron una
cruz de piedra a la que denominaron "La Cruz del
Lloro". Al enterarse de este hecho, el rey Fernando envió
una expedición de soldados a todos los rincones del reino para
que la destruyeran, pero nunca la encontraron. Lo que sí
hallaron fue una leyenda que corría de boca en boca en cada uno
de los lugares que visitaban; según ésta sólo podrían ver la
cruz aquéllos que tuvieran un sentido estricto de la justicia y
que fueran limpios de corazón a los ojos de Dios. Aguijoneado en
su orgullo, Fernando IV acudió el 25 de agosto al lugar de su
crimen, el precipicio donde se despeñó a los dos caballeros,
para ver la cruz y de esta forma desafiar a quienes le acusaban
de haber asesinado "por cuestiones de celos y envidia"
a ambos caballeros.
Encontró a dos pastores y les preguntó lo siguiente:
- ¿Lugareños, sabéis por ventura quién soy yo?
- No, pero por vuestras vestimentas debéis ser un
caballero muy importante.
Al oír esta respuesta, Fernando IV se percató que les podía
hacer la pregunta clave sin temor a ser engañado por temor a sus
represalias.
- ¿Qué véis en aquellos riscos?
La respuesta de ambos fue dada al unísono: "La cruz del
lloro"
El rey y sus mesnadas, por más que miraron a uno y otro lado,
no vieron ninguna cruz, lo que les hizo pensar que la leyenda
podría tener visos de ser cierta.
De regreso al castillo Fernando IV empeoró notablemente, y el
jueves 7 de septiembre de 1312, tras haber comido y bebido en
demasía, se retiró a sus aposentos para echarse una siesta de
la que nunca más volvería a despertarse. Aquel día se cumplía
exactamente un mes desde que los desafortunados nobles le habían
emplazado a comparecer ante Dios, ante su juicio inapelable. Un
mes, justo el tiempo en el que debía cumplirse una venganza
terrible, una venganza de ultratumba o, simplemente, una mera
coincidencia.
Muchos historiadores han aludido en sus respectivas obras y
comentarios a la "Cruz del Lloro". Pero los
historiadores son reacios a contar "leyendas
documentadas" por no considerarlas demasiado creíbles. Pero
en el caso del relato de los últimos días de la vida del rey Fernando IV, algunos estudiosos han tenido a bien que este poco
relevante monarca pasara a la historia con el real mote de
"El Emplazado". Por algo será.